Hoy recuerdo a los muertos
de mi casa.
Al primer muerto nunca lo
olvidamos,
aunque muera de rayo, tan
aprisa
que no alcance la cama ni
los óleos.
Oigo el bastón que duda en
un peldaño,
el cuerpo que se afianza en
un suspiro,
la puerta que se abre, el
muerto que entra.
De una puerta a morir hay
poco espacio
y apenas queda tiempo de
sentarse,
alzar la cara, ver la hora
y enterarse: las ocho y
cuarto.
Hoy recuerdo a los muertos
de mi casa.
La que murió noche tras
noche
y era una larga despedida,
un tren que nunca parte, su
agonía.
Codicia de la boca
al hilo de un suspiro
suspendida,
ojos que no se cierran y
hacen señas
y vagan de la lámpara a mis
ojos,
fija mirada que se abraza a
otra,
ajena, que se asfixia en el
abrazo
y al fin se escapa y ve
desde la orilla
cómo se hunde y pierde
cuerpo el alma
y no encuentra unos ojos a
que asirse...
¿Y me invitó a morir esa
mirada?
Quizá morimos sólo porque
nadie
quiere morirse con nosotros,
nadie
quiere mirarnos a los ojos.
Hoy recuerdo a los muertos
de mi casa.
Al que se fue por unas horas
y nadie sabe en qué silencio
entró.
De sobremesa, cada noche,
la pausa sin color que da al
vacío
o la frase sin fin que
cuelga a medias
del hilo de la araña del
silencio
abren un corredor para el
que vuelve:
suenan sus pasos, sube, se
detiene...
Y alguien entre nosotros se
levanta
y cierra bien la puerta.
Pero él, allá del otro lado,
insiste.
Acecha en cada hueco, en los
repliegues,
vaga entre los bostezos, las
afueras.
Aunque cerremos puertas, él
insiste.
Hoy recuerdo a los muertos
de mi casa.
Rostros perdidos en mi
frente, rostros
sin ojos, ojos fijos,
vaciados,
¿busco en ellos acaso mi
secreto,
el dios de sangre que mi
sangre mueve,
el dios de yelo, el dios que
me devora?
Su silencio es espejo de mi
vida,
en mi vida su muerte se
prolonga:
soy el error final de sus
errores.
Hoy recuerdo a los muertos
de mi casa.
El pensamiento disipado, el
acto
disipado, los nombres
esparcidos
(lagunas, zonas nulas, hoyos
que escarba terca la
memoria),
la dispersión de los
encuentros,
el yo, su guiño abstracto,
compartido
siempre por otro (el mismo)
yo, las iras,
el deseo y sus máscaras, la
víbora
enterrada, las lentas
erosiones,
la espera, el miedo, el acto
y su reverso: en mí se
obstinan,
piden comer el pan, la
fruta, el cuerpo,
beber el agua que les fue
negada.
Pero no hay agua ya, todo
está seco,
no sabe el pan, la fruta
amarga,
amor domesticado, masticado,
en jaulas de barrotes
invisibles
mono onanista y perra
amaestrada,
lo que devoras te devora,
tu víctima también es tu
verdugo.
Montón de días muertos,
arrugados
periódicos, y noches
descorchadas
y en el amanecer de párpados
hinchados
el gesto con que deshacemos
el nudo corredizo, la
corbata,
y ya apagan las luces en la
calle
?saluda al sol, araña, no
seas rencorosa?
y más muertos que vivos
entramos en la cama.
Es un desierto circular el
mundo,
el cielo está cerrado y el
infierno vacío.