De
niña me gustaba jugar a las tinieblas.
Permanecer
callada en el sitio elegido
y
quedarme muy quieta
casi
sin respirar, como una estatua,
con
los ojos abiertos,
vigilantes,
esquivando
los brazos
que
buscaban mi sombra.
Qué
emoción deslizarme
sin
que nadie notara mi presencia
y
llegar sana y salva al lugar convenido.
Pocas
veces lograban atraparme.
Ahora
ya no es posible
ni
con trampas.
Más
tarde o más temprano
mi
próximo escondite vendrá impuesto:
una
caja sellada,
esta
vez, eso sí, con los ojos cerrados.