Autos, lámparas, cristales.
Líquidas luces como lágrimas
derramadas
ante aparadores críticos del
hombre.
Cuerpos en vitrinas tan
endurecidos como los cuerpos que andan.
Cuerpos salidos del fondo más vacío del alma.
Viento polvoso arrastra
días y noches polvosos.
Pies que no avanzan en su
propio destino,
sí en el desgaste del mundo.
Pies que dan vuelta sólo a
la maquinaria
de sol y luna que se oferten
en descuento.
Pies que doblan la calle y
pasa un milenio
regateado por la pobre mano
materna del tiempo.
Pies, sólo pies sin luz en
la cima del cerebro.
Soledad regada por la calle,
hueca y brillante bisutería.
Soledad ostentada aquí,
gritada como manifiesto y
justificación de vida.
Baratijas por montones,
inalcanzables piezas reales
para desdeñosas
princesas del analfabetismo,
príncipes instruidos en el
horror de ser hombres lenguas largas,
morenos bajo el sol, negros
en la noche de sus manos.
Autos, lámparas, cristales
y el pequeño Wall Street de
cobre
para esta raza de bronce,
raza pobre:
todos como balas perdidas
porque las puertas de la
transacción se cierran
y pareciera que quedaremos
fuera del mejor baile
adolescente,
sentados a la barra de los
que esperan
en largas filas como cerco
de protesta
gritando consignas
inaudibles.
Cuando más apretamos el paso
la gente parece posar ante
lentes
de jueces y dadores de
abundancia
pero sabemos que son tristes
representaciones de ellos
mismos,
brotados de la imagen del
otro en las vitrinas.
Autos, lámparas, cristales
y la solitaria industria del
hombre,
la industria de manos que
baten,
cosen, decoran,
reciben dinero a la vez que
entregan
el dulce comestible
milenario
custodiado por los guardias
del ayuntamiento en la
ensoñación
del balneario veraniego:
espantan la mosca
y secan el sudor de sus
cuellos rojos,
tostados por el sol
dominante en aceras de rebajas,
de insípidos empleados que
sólo ahí
reviven la mejor escena de
sus sueños
cual sirviente más altivo
que el mejor cerebro del
mundo.